en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires - 2023
Ayer visité la muestra «Alejandra Pizarnik. Entre la imagen y la palabra” en la Biblioteca Nacional. Quienes aman a Alejandra tanto como yo, podrán imaginar lo que sentí.
Por alguna mágica razón, que Einstein llamó relatividad del tiempo, ese día el ascensor de la Biblioteca andaba lento. Los tres pisos hasta la sala de Juan L parecieron quince. Al salir del aparato gris, ahí nomás, había otra muestra de otra cosa, la ansiedad no me permitió siquiera distraer el rabillo de mi ojo. Tomé pronto el pasillo correcto, el que llevaba a la sala buscada y la vibración de un rojo espeso llegó hasta mi cara. Pude escuchar un lejano tecleo cardíaco que aceleraba su velocidad igualito que mis pies. Me movía un extraño estado de felicidad, ni que fuera a estar ella ahí, pensé.
Una vez leí que de tanto convivir con los objetos, algo del espíritu de su dueño se queda pegado a la cosa, y estas lo guardan incluso mucho tiempo después de la muerte. ¿Y si, sí? ¿Y si Alejandra estaba un poco ahí? En estos tiempos de la post verdad, voy a darme el permiso de elegir la narrativa que me conviene, y haciendo valer la magia me voy a sumergir en la sala roja como aquella que saltó a otro mundo persiguiendo al conejo.
Me recibió una hilera de Alejandras, estaban contra la pared sanguínea. Buma, Flora, Blímele, Alejandra, Sasha. Sus rostros en blanco, negro, passe-partout. Sus ojos llenos de todos los significados que la humanidad busca. Fotografías. Una era enorme, su cuerpo en cuclillas desplegaba siluetas blancas de papel sobre la tierra. Quisiera ser una silueta blanca. Otra me miró directo a los ojos, o más atrás, llena de filos. En otras fumaba, con abrigo y pelo corto. Las de pelo largo me recordaron a mi madre. Que extraño. En las últimas la tuve que buscar. Era una serie de pequeñas fotografías familiares. Alejandra era niña, era adolescente, estaba entre otras personas, estaba, ya, viajera, sombra, lila, lengua, indescifrada.
Giré y detrás, fantasma solo y en silencio, en medio de un Jardín de las delicias plagado de seres y formas imaginadas por El Bosco, su máquina de escribir abrazaba en su rodillo un texto de ella. Sus tipos mostraban un estilo caligráfico particular, una fuente específica, nunca la había visto antes. Parecía letra manuscrita. Parecía su letra. Parecía el resultado de una mimetización de máquina y de manos de tanto enlazarse en diálogo.
El rojo cambió a luz blanca en las vitrinas. Reunían las palabras que ella ya había metido a su mente. También hubo azules y verdes, y un camino transversal de más máquinas metálicas de lengua. Al final, dos muñecas y una sillita de mimbre, pequeñísima, vacía, me miraban avanzar.
Libros, dibujos, collages, búsquedas, terrores, amor, sombras, trazos. Sus marcas estaban en todo, por todas partes. “Debajo estoy yo”, pero no solo debajo. ¿Cómo hizo, la viajera, para quedarse?
Recuerdo que ahora la magia vale y que quizás, Alejandra, no era solo una escritora, sino que era la lengua misma, encarnada, intentando comprendernos para comprenderse a sí misma, o la poesía, intentando traducirnos y ajustarse a la forma de lo amorfo, o quizás fue lo que atraviesa todo porque nunca muere, porque es la muerte misma, y en esta muestra, nos cuenta como fue vivir con nosotros.
Siento que le debemos cosas. Mientras caminábamos por la sala se lo dije. Y como para ir descontando un poco pronuncié, hacia adentro, para que pueda escucharme, yo también, como Julio, Alejandra, solo te quiero Alejandra.
Me fui con la sensación de no haber terminado de ver, con la necesidad de volver a recorrer, del rojo al azul, de tipos a muñecas. Recuerdo poco la salida de la muestra, el ascensor atemporal, arrojar por la ranura la tarjeta blanca de visitante. Lo que sí pude registrar con detalle fue que caminé hasta Las Heras, a trancos, a paso largo y casi dolorido, a comprar el catálogo, con la urgente sensación de quien quiere guarda algo que se esfuma, algo de ella, que se vaya conmigo.
Durante todo el mes de abril, seguirá la muestra, seguirán ahí sus cosas de las cuales, doy fe, aún no se ha ido.
No se la pierdan.
[1] “Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia,
sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o
el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio
de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra”.
Fragmento de la última carta de Julio Cortazar a Alejandra Pizarnik