Es viernes, y el amplio ventanal de la oficina está abierto de par en par. No se quién se encarga de cerrarlo cuando hace frío, pero evidentemente hoy se ha olvidado. Hoy nada interfiere entre el interior del ordenado claustro laboral del segundo piso, y el exterior de la ciudad recién amanecida. Nada impide que se mezcle el aire de ambas atmósferas; ni el cristal, ni la gastada cortina opaca. Hoy, el otoño atraviesa la abertura sin filtros, descaradamente hasta chocar con nuestros rostros, que intentan guardar la concentración en la rutina diaria, sin detenerse a pensar si hace calor o frío. Nadie separa la vista del monitor de su PC. Nadie. Nadie se distrae en conversaciones banales. Nadie se hace cargo del murmullo que se siente en el aire. Y nadie se explica por qué, hoy, el ambiente rebosa de buen humor y alegría. Incluso la jefa más estresada, extrañamente, habla fuerte y mucho, mientras muestra entre sonrisas, por primera vez, todos sus dientes amarillos. Incluso el jefe del sector de promociones, ríe un poco de costado y tiene rojos sus mofletes como si anoche hubiese bebido un denso tinto patero.
A través del ventanal abierto se puede ver el mismo paisaje de siempre en primerísimo primer plano, el edificio antiguo de estilo francés, sus paredes amarillentas con bellísimas molduras y el balcón, siempre colmado de plantas colgantes y malvones borravino medio marchitos, con su barandal de gruesas volutas de hierro sobre el cual se posan las palomas, hoy exhibe a sus habitantes, el artista plástico, completamente desnudo, pinta al óleo a una bella modelo desnuda.